La financiación universitaria siempre ha generado un debate muy encendido entre quienes consideran que el Estado debe garantizar el acceso universal a la enseñanza superior y quienes defienden que los estudiantes asuman el coste de sus matrículas.
En cualquier caso, existen valiosos argumentos que justifican la intervención del sector público para costear las matrículas. De un lado, la posibilidad de obtener ingresos en el mercado laboral se vincula al capital humano, por lo que la universidad puede ser un mecanismo de redistribución de renta. De otro, se asocian efectos positivos de muy diverso tipo: aumento de la participación social en los asuntos públicos; cambios en los valores de una sociedad (promoción de la libertad de pensamiento, el cosmopolitismo, la tolerancia, etc.); mejora de la eficiencia y del crecimiento económico debido a la mejor cualificación de trabajadores y empresarios; extensión del conocimiento e innovación tecnológica; consecución de avances científicos, etc.
Sin embargo, y al igual que en otros sectores, la crisis económica se ha utilizado como pretexto ideológico. La balanza se ha inclinado para el lado de quienes consideran que los estudiantes deben pagar sus matrículas. La reciente y acentuada subida de tasas universitarias y la reducción de becas se enmarcan, por tanto, en una concreta ideología según la cual el Estado no debe garantizar derechos, sino que los ciudadanos deben competir entre sí para que los más aptos (en la práctica, los más pudientes por su origen socioeconómico) obtengan ventajas.
Como son muchas las familias que carecen de recursos para costear los estudios universitarios, las entidades financieras han advertido una nueva vía de negocio en un contexto, paradójicamente, de restricción del crédito. Llama la atención que el Gobierno haya suprimido el programa público de préstamos estudiantiles y que, sin embargo, no esté regulada la concesión de estos préstamos por las entidades financieras. En realidad la supresión del programa público se debe a razones presupuestarias de carácter coyuntural, porque el sistema de préstamos gusta y mucho a quienes detentan el poder (público y privado), bien porque representan una alternativa a las tradicionales becas, bien porque constituyen una vía para obtener suculentos beneficios.
Los préstamos estudiantiles producen efectos perversos en relación con la igualdad de oportunidades. Los préstamos pueden desincentivar el acceso universitario a las familias de mayor aversión al riesgo; la perspectiva del agobio de una deuda constituye una barrera financiera pero también psicológica para las personas de origen más humilde. Por otra parte, no hay que olvidar que es el estudiante el que está pagando su formación y además con un sobrecoste (intereses), sin que se produzca redistribución alguna de la riqueza, como sí sucede con las becas.
Un reciente estudio de la asociación de consumidores ADICAE pone de manifiesto que las entidades financieras ofrecen créditos y préstamos estudiantiles con condiciones claramente abusivas: intereses de hasta un 22%, engañosos períodos de carencia que aumentan la deuda total y costosas comisiones. No parece que los responsables políticos vayan a hacer nada para evitarlo.
Los objetivos son evidentes y las consecuencias, también. En Estados Unidos, país donde predomina el sistema de préstamos, desde 1999 la deuda estudiantil ha aumentado en un 511% y uno de cada cinco estudiantes será perseguido por impago. En esas estamos.
Artículo publicado en el diario El Adelanto de Salamanca (26/10/2012).