La Justicia no es lenta

Desde hace dos o tres décadas viene forjándose un movimiento social transversal, informal y multinacional que pretende desacelerar el ritmo vertiginoso de nuestras vidas en las sociedades desarrolladas: el llamado movimiento Slow. Ciertamente, algunos de sus críticos tenían razón: algo de moda pasajera había en aquello. Pareciera que el movimiento Slow se ha diluido a raíz de la crisis económica internacional, con el consecuente cambio de prioridades que ha supuesto a todos los niveles, y quizá también por la nueva aceleración que implica el auge de las redes sociales. No obstante, todavía hoy se aprecian algunos retazos, como, por ejemplo, el éxito en nuestro país de los programas televisivos de cocina y el redescubrimiento del gusto por el buen comer. Suele decirse que las crisis representan oportunidades para replantear los problemas de fondo y el fondo de los problemas, y el movimiento Slow proporciona valiosas herramientas para diagnosticar el origen de nuestros males y satisfacer nuestras necesidades vitales. Pero ese es otro cantar.

Lo que se pretende en este artículo es reflexionar acerca de la velocidad de nuestra Justicia, o, en un sentido más amplio, de nuestra comunidad jurídica. En todas las esferas de nuestra sociedad (opinión pública, medios de comunicación, profesionales del Derecho, etc.) predomina la idea de que nuestra Justicia es insoportablemente lenta. Pero nada más lejos de la realidad. En España la Justicia no es lenta, sino terriblemente apresurada, precipitada y acelerada. Puede que los procesos duren muchos meses, sí, pero la prisa se refleja en cada escrito, trámite o intervención procesal. Uno de los aspectos más destacados por los medios de comunicación del reciente auto del juez Castro que imputa a la infanta Cristina es su extensión: 227 folios escritos tras 20 días de “encierro”. Sabido es que la Justicia no es igual para todos: tampoco en su velocidad y, por tanto, en su calidad.

Pensemos en el ejercicio de la abogacía. En los últimos lustros los despachos unipersonales, familiares o pequeños están en vías de extinción. Recientemente se ha concluido que a uno de cada tres abogados le cuesta vivir de su profesión. Las tasas judiciales han supuesto la puntilla. Atrás queda la figura del abogado sereno, reflexivo y prestigiado que tan bien encarna Atticus en Matar a un ruiseñor. Hoy los despachos de abogados funcionan como cualquier otra empresa: pretenden maximizar beneficios y minimizar costes. La deontología y el compromiso social no tienen cabida. Tampoco la pausa. La reducción de plantillas y la precarización de las condiciones laborales exprimen a los abogados, muchos de ellos ni-mileuristas, que soportan una extrema presión y un deterioro de su calidad de vida. Los plazos, la orientación a resultados y la presión de sus jefes y clientes les convierten en auténticos autómatas estresados. La calidad jurídica se resiente; la satisfacción del cliente, también. El mercado ya ofrece aplicaciones informáticas que automatizan la solución al caso. Simplemente no hay tiempo.

Tampoco los funcionarios judiciales gozan de la necesaria tranquilidad. Puede que hagan menos horas presenciales que los abogados, afortunadamente, pero sólo hay que visitar los juzgados para comprobar cómo los funcionarios y jueces están desbordados. Las resoluciones judiciales están llenas de erratas, faltas de ortografía, errores gramaticales y, en detrimento de los derechos de las personas, una grave ausencia de motivación. En ocasiones, administrar Justicia es sinónimo de copiar y pegar. En las salas de vista el panorama no es mucho mejor: “Letrado, vaya concluyendo”, suele decir un juez fatigado al abogado, cuyo cliente le reprochará la brevedad de su intervención.

A la comunidad jurídica parece que le estorba el conocimiento: a veces da la impresión de que la principal fuente del Derecho es el formulario. La doctrina, esto es, la labor interpretativa y dogmática de juristas y académicos, cada vez tiene un papel menos relevante.

La excesiva velocidad, paradójicamente, contribuye a la lentitud de la Justicia, es decir, a la tardía resolución de los asuntos. Piénsese en las solicitudes de aclaración de sentencia, la rectificación de errores, los recursos ante la deficiente fundamentación, las llamadas de los abogados para completar información a los clientes que fueron despachados rápidamente, etc.

Y no nos engañemos. Puede que el diseño de los procedimientos sea mejorable, al igual que la gestión documental o la planta judicial. Pero la Justicia es rápida (precipitada) y lenta (tardía) principalmente por la falta de personal. Al ciudadano hay que explicárselo: la Justicia es lenta y muchas veces injusta porque faltan funcionarios, así de claro. España es uno de los países de su entorno con menos empleados públicos y también con menos jueces por habitante. La crisis ha servido de excusa para reducir aún más el empleo público, imponer tasas judiciales que abortan los derechos fundamentales y, en suma, deteriorar el servicio público de la justicia. Dime cómo es el acceso a la Justicia y te diré la calidad de la democracia.

Los derechos de los justiciables, la salud de los profesionales del Derecho y la eficacia y equidad en la resolución de los conflictos requieren una Justicia Slow: una Justicia con más pausa, reflexión, calma, conocimiento, puestos de trabajo y jornadas menos intensas. Una Justicia, como predica el movimiento Slow, que responda con la velocidad adecuada a cada situación.

El trabajo gustoso

En esa caótica nube de información acumulada a la que a diario nos sumimos con una mezcla de curiosidad y desasosiego, recién cayó en mis manos la conferencia El trabajo gustoso que Juan Ramón Jiménez impartió en la Residencia de Estudiantes. «Trabajar a gusto es armonía física y moral, es poesía libre, es paz ambiente. Fusión, armonía, unidad, poesía: resumen de la paz», concluía nuestro Premio Nobel de Literatura.

Merece la pena traer a colación esta reflexión en un momento en el que el trabajo se ha convertido en un anhelo colectivo y, para quien lo tiene, en un silencioso sufrimiento. Con una tasa de desempleo desbocada el empleador tiene la tentación de modificar a la baja las condiciones laborales, y el empleado de aceptarlas: mejor que nada, se asume con resignación. El miedo al paro, la presión, la falta de medios materiales y el aumento de la carga de trabajo provocan un desgaste físico y mental que se sufre en silencio. En la vida pública se habla mucho de (des)empleo, pero muy poco del trabajo.

El trabajo, por el tiempo que le dedicamos, constituye la principal actividad de nuestras vidas, por lo que trabajar a gusto debería ser un objetivo colectivo y prioritario en la agenda pública. No sólo el debate político es ajeno a la problemática laboral, también la esfera pública en general: los medios de comunicación, la cultura, la literatura, la música, el cine, etc. Salvo contadas excepciones, los personajes de nuestra ficción no tienen tiempo para trabajar. Es la evasión como respuesta colectiva; es la mano invisible que denunciaba el escritor Isaac Rosa en su última novela.

La reforma laboral, que abarató el despido y mermó la negociación colectiva, ha consagrado la degradación de las condiciones de trabajo, precisamente con el objetivo explícito de crear empleo, y con los resultados por todos conocidos. El fin de crear empleo justifica la precariedad, se dice, pero a tenor de las cifras de desempleo es evidente que no resulta eficaz.

Lejos de rectificar, la senda de la contrarreforma laboral parece no tener fin: el último Real Decreto-ley de apoyo al emprendedor también contiene medidas de índole laboral que afectan a los jóvenes. La norma crea lo que puede considerarse un nuevo tipo de contrato (otro más), el contrato de primer empleo joven, consistente en que las empresas podrán contratar de manera temporal a jóvenes desempleados menores de treinta años con experiencia laboral inferior a tres meses. Es decir, contratos temporales de tres a seis meses porque sí, sin causa. Asimismo, se amplía la modalidad del contrato en prácticas, que podrá realizarse aunque hayan transcurrido cinco o más años desde la terminación de los correspondientes estudios. Nuevamente la desnaturalización del Derecho de Trabajo.

Llama la atención la escasa repercusión política y mediática de estas nuevas medidas, probablemente porque la agenda pública está marcada por casos de corrupción que afectan a las principales instituciones de nuestro país. Cuando la responsabilidad política desaparece y la maquinaria judicial no actúa con la debida eficacia, la corrupción política, paradójicamente, opera como una cortina de humo.

Al menos nos sirve para comprobar que la innovación en el Derecho del Trabajo no sólo se plasma en el Boletín Oficial del Estado. Ya se sabe que la realidad siempre va por delante del legislador. La célebre cita es de Cospedal: “Como se pactó una indemnización en diferido en forma efectivamente de simulación o de lo que hubiera sido en diferido, en partes de lo que antes era una retribución, tenía que tener la retención a la Seguridad Social”. Trabajo gustoso el del señor Bárcenas.

Artículo publicado en el diario El Adelanto (01/03/2013).

Cómo crear empleo

El barómetro del CIS refleja una y otra vez que el paro es el principal problema para la gran mayoría de la ciudadanía española. Sin embargo, indicadores como la prima de riesgo o el Ibex centran la atención informativa y marcan la agenda política en mayor medida. ¿Es el paro el principal problema para los grandes actores políticos? La respuesta sólo puede ser negativa si nos atenemos a los diagnósticos y soluciones dominantes en el panorama político-mediático, obsesionado con el equilibrio presupuestario. En realidad, los responsables políticos no priorizan la solución al desempleo porque éste no es un problema para las élites económicas, que son las que detentan el poder real, más aún, al contrario, el paro es una ventaja para aquéllas, porque permite abaratar los costes salariales (es revelador que se haya generalizado la expresión costes para referirse a los salarios, que son beneficios para la mayoría). Un buen ejemplo de cuanto se dice es la última reforma laboral: con el pretexto de acabar con el desempleo, se permite a las empresas la reducción unilateral de los salarios. Las principales políticas públicas de lucha contra el desempleo en nuestro país han sido las sucesivas reformas laborales, que con mayor o menor intensidad, han pretendido desregular el mercado de trabajo (en la jerga más erudita, flexibilizarlo). Es decir, lo que se ha querido –y finalmente conseguido– es desnaturalizar el Derecho del Trabajo, un sector de nuestro ordenamiento jurídico que surgió en el siglo XX para proteger a la parte débil en la contratación, al igual que décadas después nació el Derecho de Consumo para regular la venta masiva de bienes y servicios, dos conquistas del Estado social. Con la misma legislación laboral, Andalucía tiene más del doble de paro que el País Vasco, un argumento tan simple como concluyente que desacredita a los partidarios de la reforma laboral y pone de relieve la importancia de los procesos históricos en la vida económica. Por tanto, para crear empleo (que es lo que se analiza en estas líneas) lo primero que hace falta es voluntad política: dar satisfacción a las demandas de la mayoría social en detrimento de los intereses de la influyente minoría.

Entonces, ¿cuáles son las medidas eficaces para crear empleo? El problema del paro, que es global, obliga a partir de una elemental premisa. Los avances tecnológicos en los dos últimos siglos han aumentado exponencialmente la capacidad de los países para producir, pero, en cambio, la duración de la jornada de trabajo apenas ha variado. Así, es claro que la lucha contra el desempleo pasa por repartir el tiempo de trabajo y distribuir más equitativamente su producto. Quien sostenga que para salir de la crisis los españoles tenemos que trabajar más, lo sepa o no, está condenando al paro a cientos de miles de personas.

Otra de las medidas necesarias para reducir el desempleo sería el crecimiento del empleo público. En una de sus últimas apariciones en el Congreso de los Diputados, el presidente Rajoy se lamentaba de que el empleo público hubiera crecido en momentos en los que el sector privado había destruido mucho empleo. Más allá de que sus datos son dudosos (según el Instituto Nacional de Estadística, en el último año el sector público ha perdido 176.400 empleados), dicha intervención demuestra que para Rajoy el empleo no es una preocupación más intensa que sus prejuicios ideológicos. No obstante, los datos son los que son: si el tamaño de nuestro sector público fuera el de los países de nuestro entorno, el paro dejaría de ser una seña de identidad española, como ha venido ilustrando Vicenç Navarro, uno de los científicos sociales de nuestro país más relevantes en el mundo.

Con total seguridad, estas medidas suscitarían muchos obstáculos y reacciones contrarias internas y externas (lobbies, mercados, Unión Europea), pero la voluntad de aplicarlas permitiría, al menos, concentrar las energías en allanar el camino y consensuar estrategias de presión, negociación o recuperación de la soberanía.

Artículo publicado en el diario El Adelanto de Salamanca (03/08/2012).

Está pasando

Los últimos datos de los ERE, en particular el exponencial aumento de los que carecen de acuerdo, ponen de manifiesto una vez más la finalidad real de la reforma laboral: despedir más fácil y abaratar los salarios. Ni la troika, ni los gurús de la academia ni su alumno aventajado, el Gobierno, lo reconocerán, porque los dividendos de esta mentira son muy suculentos. Uno de los colectivos de trabajadores más perjudicados por la crisis, antes y, con mayor intensidad, después del reformazo, es el de periodistas.

Cuando hablamos de información, de los derechos a informar y a ser informado, fundamentales en democracia, siempre hay que distinguir dos niveles de análisis: el de los medios de comunicación y el de los periodistas. El sector vive una auténtica catarsis, ya que la situación de crisis económica converge con una reestructuración motivada por el auge de los soportes electrónicos. En cuanto al primer nivel de análisis, los medios de comunicación deberían actuar como agencias de calificación de la realidad, pero no cumplen su función esencial con objetividad, porque al igual que Moody’s y compañía respecto de los activos financieros, no tienen incentivos para hacerlo. Por eso, en buena medida, mentiras como la reforma laboral, que no son nuevas, continúan  siendo tan rentables. El porqué de esta situación es evidente (basta intuir cómo opera el poder económico), pero el discurso que la sustenta, escasamente cuestionado, no es tan sólido. Es frecuente que se confunda, de forma interesada, la libertad de expresión con la propiedad ilimitada de los medios de comunicación. ¿Por qué no aplicar el Derecho de la Competencia, las normas que pretenden evitar la creación de oligopolios, a los medios de comunicación? Si se eliminasen los oligopolios mediáticos (grandes grupos, magnates) aumentaría el pluralismo informativo; es decir, resulta necesario regular el derecho a informar para garantizar el derecho a ser informado. Por si fuera poco, la última contrarreforma del Gobierno pone fin a la conquista de la neutralidad informativa alcanzada por RTVE, un oasis de rigor en el desierto mediático.

El otro nivel de análisis, el de los periodistas, plantea otros problemas. En la mayoría de los casos, los periodistas no son responsables de la manipulación informativa, sino víctimas de los intereses espurios de quienes dirigen los medios de comunicación. Debido a las crecientes voces que pretenden desregular el ejercicio de todas las profesiones, parece improbable que la situación se revierta y los periodistas se doten de un estatuto que proteja su independencia. Pese a la revolución que ha supuesto internet, la irrupción del periodismo ciudadano y la eclosión de las redes sociales, la profesión de periodista no ha perdido su sentido, al contrario, la sobredosis de información que padecemos requiere de un tratamiento metódico y riguroso que sólo los periodistas pueden ofrecer.

Pero la realidad se aleja bastante del ideal democrático. De forma paralela a la concentración de los medios en menos manos, la profesión de periodista cada vez goza de peor salud. La pérdida de empleos y los niveles de precariedad laboral (falsos autónomos, bajos salarios, abuso de la tradicional figura del becario, etc.) han alcanzado cotas inaceptables. En definitiva, no hay que confundir las prácticas abusivas de los medios de comunicación con la situación de los periodistas. La mayoría de ellos tensan la cuerda de la objetividad informativa al máximo, incluso en los casos en que rellenan las páginas de los diarios tras reiterados impagos. Ellos dejan de cobrar, pierden sus empleos y lo pagamos todos.

Artículo publicado en el diario El Adelanto de Salamanca (27/7/2012).

El entrenador que incumplió el Estatuto de los Trabajadores

Los aficionados al fútbol le recordarán: Juan Eduardo Esnáider, el delantero argentino que se inició en el Madrid y triunfó en Zaragoza. Ahora es el entrenador del  filial del Real Zaragoza, y hoy ha sido uno de los protagonistas en los medios de comunicación. Esnáider ha prohibido presentarse a los exámenes de Selectividad a un joven jugador de su equipo, porque, según el técnico argentino: “Eres futbolista. Tienes contrato profesional. Los estudios son incompatibles con el fútbol. Lo que hay que hacer cuando terminas de entrenar es descansar, no estudiar”.

Sin embargo, ignora el técnico argentino que nuestro Ordenamiento reconoce a los trabajadores derechos orientados a facilitar su formación. En concreto, el Estatuto de los Trabajadores, en su artículo 23, establece el derecho del trabajador al disfrute de los permisos necesarios para concurrir a exámenes cuando curse con regularidad estudios para la obtención de un título académico o profesional. Como establece el Real Decreto que regula la relación laboral de los deportistas profesionales, debe aplicarse el Estatuto de los Trabajadores en todo lo que no sea incompatible con la naturaleza especial de la relación laboral del deportista, y el hecho de que un jugador de fútbol quiera aumentar su formación académica no genera ningún tipo de incompatibilidad.

Olvida también Esnáider, y esto trasciende cualquier consideración jurídica, la importancia de la formación para el mercado de trabajo y, más aún, para el desarrollo de nuestra personalidad. Porque, lamentablemente, son mayoría los jóvenes futbolistas que se estrellan antes de ser estrellas.