El trabajo gustoso

En esa caótica nube de información acumulada a la que a diario nos sumimos con una mezcla de curiosidad y desasosiego, recién cayó en mis manos la conferencia El trabajo gustoso que Juan Ramón Jiménez impartió en la Residencia de Estudiantes. «Trabajar a gusto es armonía física y moral, es poesía libre, es paz ambiente. Fusión, armonía, unidad, poesía: resumen de la paz», concluía nuestro Premio Nobel de Literatura.

Merece la pena traer a colación esta reflexión en un momento en el que el trabajo se ha convertido en un anhelo colectivo y, para quien lo tiene, en un silencioso sufrimiento. Con una tasa de desempleo desbocada el empleador tiene la tentación de modificar a la baja las condiciones laborales, y el empleado de aceptarlas: mejor que nada, se asume con resignación. El miedo al paro, la presión, la falta de medios materiales y el aumento de la carga de trabajo provocan un desgaste físico y mental que se sufre en silencio. En la vida pública se habla mucho de (des)empleo, pero muy poco del trabajo.

El trabajo, por el tiempo que le dedicamos, constituye la principal actividad de nuestras vidas, por lo que trabajar a gusto debería ser un objetivo colectivo y prioritario en la agenda pública. No sólo el debate político es ajeno a la problemática laboral, también la esfera pública en general: los medios de comunicación, la cultura, la literatura, la música, el cine, etc. Salvo contadas excepciones, los personajes de nuestra ficción no tienen tiempo para trabajar. Es la evasión como respuesta colectiva; es la mano invisible que denunciaba el escritor Isaac Rosa en su última novela.

La reforma laboral, que abarató el despido y mermó la negociación colectiva, ha consagrado la degradación de las condiciones de trabajo, precisamente con el objetivo explícito de crear empleo, y con los resultados por todos conocidos. El fin de crear empleo justifica la precariedad, se dice, pero a tenor de las cifras de desempleo es evidente que no resulta eficaz.

Lejos de rectificar, la senda de la contrarreforma laboral parece no tener fin: el último Real Decreto-ley de apoyo al emprendedor también contiene medidas de índole laboral que afectan a los jóvenes. La norma crea lo que puede considerarse un nuevo tipo de contrato (otro más), el contrato de primer empleo joven, consistente en que las empresas podrán contratar de manera temporal a jóvenes desempleados menores de treinta años con experiencia laboral inferior a tres meses. Es decir, contratos temporales de tres a seis meses porque sí, sin causa. Asimismo, se amplía la modalidad del contrato en prácticas, que podrá realizarse aunque hayan transcurrido cinco o más años desde la terminación de los correspondientes estudios. Nuevamente la desnaturalización del Derecho de Trabajo.

Llama la atención la escasa repercusión política y mediática de estas nuevas medidas, probablemente porque la agenda pública está marcada por casos de corrupción que afectan a las principales instituciones de nuestro país. Cuando la responsabilidad política desaparece y la maquinaria judicial no actúa con la debida eficacia, la corrupción política, paradójicamente, opera como una cortina de humo.

Al menos nos sirve para comprobar que la innovación en el Derecho del Trabajo no sólo se plasma en el Boletín Oficial del Estado. Ya se sabe que la realidad siempre va por delante del legislador. La célebre cita es de Cospedal: “Como se pactó una indemnización en diferido en forma efectivamente de simulación o de lo que hubiera sido en diferido, en partes de lo que antes era una retribución, tenía que tener la retención a la Seguridad Social”. Trabajo gustoso el del señor Bárcenas.

Artículo publicado en el diario El Adelanto (01/03/2013).

La puerta de la corrupción

Las informaciones sobre casos de corrupción se han multiplicado en los últimos días. Aunque no siempre se recuerda, la corrupción produce efectos nocivos para el conjunto de la economía (ineficiencias e inequidades), de ahí que sea necesario también desde la perspectiva del bienestar material acometer políticas públicas dirigidas a la prevención y reparación de la corrupción, actualmente insuficientes a la vista de los acontecimientos.

Pero dadas las circunstancias que rodean el presente contexto económico, marcado por una espiral de recortes en derechos sociales y un desempleo desbocado, el efecto más perjudicial que ocasiona la corrupción es el descrédito de la política. La democracia no sólo se legitima por los procesos de participación, sino por la eficacia a la hora de proporcionar bienestar a la población. Obviamente, cuando la situación económica de las personas es mala, la valoración de los políticos en general tiende a ser peor. En situaciones así la irrupción de movimientos sociales y políticos de regeneración democrática, ciertamente necesaria, convive con tentativas populistas e incluso autoritarias que pretenden incendiar la democracia con un peligroso discurso anti-político: la corrupción funciona en estos últimos casos como gasolina.

Es difícil saber si en España la corrupción tiene más peso que en otros países. No existen índices fiables al respecto. Pero, por ejemplo, el que elabora la prestigiosa organización Transparencia Internacional, que hace referencia a la percepción de la corrupción, deja a nuestro país muy mal parado: comparte el puesto trigésimo con Botswana. A la caza del elefante, podría decirse. Y la percepción, la impresión que  tiene la ciudadanía de sus representantes, es especialmente reveladora en un sistema democrático. El inmovilismo de representados y representantes no es admisible: hay que exigir y adoptar medidas con carácter urgente y mantener la capacidad de indignación.

Cuando se menciona la palabra corrupción enseguida la asociamos exclusivamente a los políticos, y ello no es del todo exacto. Primero, porque en la corrupción política suele haber actores privados que corrompen a los políticos. Segundo, porque desde 2010 existe un delito de corrupción entre particulares que puede y debe tener un gran recorrido en aras de moralizar la vida económica. Tercero, porque la corrupción, más allá de su trascendencia jurídico-penal, tiene un carácter sistémico en nuestras sociedades: los poderes económicos privados moldean las leyes a su gusto e incluso la aplicación de las mismas. La especulación financiera, los beneficios multimillonarios de las empresas transnacionales, los paraísos fiscales y la impunidad de los causantes de la crisis son manifestaciones de corrupción en un sentido amplio del término, que no necesariamente debe identificarse con ilegalidad, sino con la desviación de los fines de un Estado social y democrático de Derecho.

En el ámbito estrictamente político, hay dos cuestiones de carácter estructural que requieren una especial atención. Por un lado, la financiación de los partidos, que debe ser de origen eminentemente público y absolutamente transparente. Por otro, el problema de la llamada puerta giratoria (revolving door): el flujo de representantes políticos que acaban en dorados retiros de la empresa privada (y viceversa). Por esta puerta salen la ética y la estética y entra la corrupción. El endurecimiento de la legislación de conflictos de intereses es el primer paso para acabar con la corrupción sistémica. Nos jugamos el prestigio de la democracia, el que reste, pero también el sentido de la política económica.

Artículo publicado en el diario El Adelanto (18/01/2012).